viernes, 30 de octubre de 2009

LA
LITERATURA
LATINOAMERICANA
NO EXISTE




No creo que exista eso que editores, historiadores de la Literatura, periodistas e, incluso, escritores, llamamos “literatura latinoamericana”.
Y no lo creo, en primer lugar, porque no he podido constatar su existencia y, en segundo, porque advierto que, detrás de tal expresión, palpitan además de cierta practicidad y necesidad taxonómica, un enorme complejo de inferioridad y un gran sentimiento de resignación.
“Literatura latinoamericana” es el término al que han apelado los editores y los historiadores de la literatura para meter en la misma casilla a las obras y autores en lenguas española y portuguesa, pertenecientes al continente americano.
En nuestros días, esta expresión posee un carácter práctico y otro taxonómico. También y lamentablemente, un sentido político peyorativo.
Práctico porque permite reunir un conjunto sumamente heterogéneo, como los de las frutas y los pájaros, en una expresión compuesta por apenas dos palabras, algo que resulta fácil de escribir, tanto en los libros, como en los medios de comunicación masiva y en los ficheros y pestañas de bibliotecas y librerías.
Taxonómico porque responde al interés clasificatorio de los historiadores y los críticos literarios. Éstos, para dar “validez científica” a sus apreciaciones personales, apelan a un recurso de identificación propio de las ciencias naturales –especialmente, de la zoología–, para agrupar lo inagrupable. De este modo, pueden hablar de un autor o una obra como lo harían de cualquier miembro de la fauna mundial.
Por ejemplo, he aquí cómo se nos clasifica a mí y a Teresa, mi libro para niños más conocido. Los primeros datos se refieren a mí, en calidad de autor.

Reino: animal o humano (según si le caigo bien o mal al crítico o si la obra le gusta o disgusta).
Filum: escritor.
Clase: narrador, aunque tengo obras publicadas en diversos géneros.
Orden: latinoamericano.
Familia: venezolano.
Los siguientes datos hacen referencia a la obra:
Género: cuento.
Especie: literatura para niños.
Individuo: Teresa.


Fuera del universo de la taxonomía literaria, la expresión “literatura latinoamericana” carece de existencia real. Ello porque el vocablo “Latinoamérica” o su reverso “América Latina”, son tan ambiguos y restrictivos que resultan inaplicables en la realidad.
La palabra “Latinoamérica” es tan excluyente como la acción exclusivista que la justifica: en ella no tienen cabida países como Belice, Jamaica, Guyana o Trinidad–Tobago, productos todos del imperialismo inglés. Ni Surinam, que fue colonia holandesa, ni Groenlandia, que sigue siendo colonia de Dinamarca. Tampoco la isla de Granada, inglesificada como Grenada, desde la invasión estadounidense de 1983.
“Latinoamérica” no incluye a los millones de hablantes de las múltiples culturas indígenas que ya existían en el continente, antes de la llegada de los europeos, pues ninguna de sus lenguas tiene su origen en el latín.
Además, excluye a los poco más de 35 millones de “hispanos” que viven legal o ilegalmente en los Estados Unidos, ni a los habitantes del resto del continente americano, en los cuales el español o el portugués no son la lengua oficial.
Pero, lo más curioso es que no entran en él Haití, ni la zona francófona de Canadá, ni las colonias insulares que Francia tiene en el Caribe, ni Cayena, la tristemente recordada Guayana Francesa.
Y no entran pese a que la palabra “Latinoamérica” o, mejor dicho, la noción geográfica “América Latina” es de origen francés, pues fue acuñada por Napoleón III, en la década de 1860.
El término también discrimina a los inmigrantes italianos y rumanos que se han asentado en los últimos siglos en el continente americano, pese a que sus lenguas –el italiano y el rumano–, igual que el español, el portugués y el francés, también son lenguas romances, es decir, de raíz latina.
Como se ve, cuando usamos alegremente la palabra “Latinoamérica” es mucho lo que dejamos fuera y, con honestidad, grave el error en que incurrimos.
¿Por qué grave? Por la sencilla razón de que los nacidos en el continente, entre México y Argentina, hemos aceptado el término “Latinoamérica”, sin advertir que el mismo es una especie de premio de consolación, tal como una medalla de plata o un subcampeonato.
En lugar de asumir el puesto que históricamente nos corresponde, sin amenazas o bravatas, pero también sin ruegos ni claudicaciones, nos hacemos a un lado y nos cobijamos bajo una denominación timorata, cobarde y conformista.
Es como si tuviésemos un equipo de fútbol de primera división y, dado que sentimos que no podemos ganar el torneo, creamos una segunda división que nos permita lograr el campeonato.
Nos ufanamos del gentilicio continental “latinoamericanos”, cuando en realidad tenemos todo el derecho del mundo a ser llamados “americanos”, que es el verdadero gentilicio continental que nos corresponde.
Pero he aquí que, en todo el mundo, incluso en nuestros propios países, el gentilicio “americano” se usa exclusivamente para designar al que ha nacido en los Estados Unidos.
Hace cuatro años, en la aduana del aeropuerto de Barajas, en Madrid, y mientras el agente respectivo revisaba mi pasaporte, se me ocurrió responder a su pregunta ¿De dónde viene usted?, diciendo De América, y el funcionario arrugó el ceño.
–Usted viene es de Venezuela –me corregió al instante, con el tono autoritario de aquellos maestros antiguos, partidarios del lema “La letra con sangre entra”. Estoy seguro de que, si hubiera tenido una palmeta, un látigo de siete puntas o un fuete, allí mismo me habría propinado una ración de golpes.
La firmeza de tal comentario probaba cuan profunda es la noción que muchas personas tienen de que los únicos merecedores del privilegio de llamarse “americanos” son los estadounidenses.
A los otros nacidos en América se nos llama “hispanos” o “latinos”, en unos casos, o “sudacas” y “espaldas mojadas”, en otros.
A estas alturas, debo aclarar que no estoy haciendo un tratado de historia, ni pretendo mostrarme como un erudito, sino que quiero señalar y argumentar el por qué de mi desacuerdo con la expresión “literatura latinoamericana”. Por lo tanto, no entraré en detalles sobre el origen del nombre “América” y su pertinencia o no.
Sí señalaré que, desde 1776, Inglaterra dio el nombre de “americanos” a aquellos de sus ciudadanos que partieron en busca de una tierra de promisión y creyeron encontrarla en la parte norte del continente conocido desde 1507 como América.
La costumbre inglesa de llamar “americanos” a los colonizadores de gran parte de la América del Norte corrió con suerte y se extendió a otras lenguas, fuera del inglés, incluso a la nuestra.
A ello contribuyeron diversos factores, el principal, por supuesto, el papel hegemónico e imperialista tanto de Inglaterra como de Estados Unidos, cada uno en su respectiva esfera de influencia.
La adopción del gentilicio “americano” para señalar primero a los habitantes de La Unión y luego a los de Estados Unidos, se intensificó en un lapso de unos 120 años, contados entre 1823 y 1945. En 1823, el presidente James Monroe propugnó su conocida Doctrina, cuyo lema “América para los americanos” no era una tautología sino un llamado a la rapiña. Para él, “América” era el continente entero y “los americanos” sólo los nacidos en su país.
En pocas palabras, su idea era que el continente llamado América debía formar parte del patrimonio de los nacidos en el territorio que él gobernaba, acción a la que se dedicaron con bastante empeño en los tiempos siguientes.
La segunda fecha, 1945, corresponde al término de la Segunda Guerra Mundial. Durante los últimos cuatro años del conflicto –esto es, durante el tiempo en que Estados Unidos intervino en él directamente–, la prensa y los otros medios de comunicación masiva que existían –el cine y la radio–, usaron el plural “americanos” hasta el abuso.
Tal abuso condujo a que el resto de los nacidos en el continente conocido como América quedáramos sin gentilicio continental o, cuando mucho, con una consideración de “americanos de segunda”, en posición de inferioridad frente a los heroicos soldados estadounidenses que habían luchado por la libertad mundial.
Años más tarde y en razón de esta pérdida, se empezó el rescate y la creación de expresiones de consolación como “Latinoamérica” “Iberoamérica”, “Hispanoamérica” e “Indoamérica”, para no quedarnos sin denominación continental.
Tales expresiones son, a primera vista, progresistas, pero en verdad responden a lo que señalaba en principio, a un complejo de inferioridad y a un sentimiento de resignación ante el nombre perdido. Es el equivalente a las uvas que la zorra de la fábula de Esopo deja de desear, ante la supuesta imposibilidad de obtenerlas.
Cada una de tales expresiones procura excluir a Estados Unidos y dar coherencia al resto del continente pero, en todos los casos, deja afuera a un sector importante de individuos y culturas.
De allí que, en lugar de la expresión “literatura latinoamericana”, creo que lo correcto –y auténticamente revolucionario–, es usar una frase similar a la empleada para reunir lo heterogéneo y múltiple del acontecer literario de Europa, que es, “literaturas europeas”.
Obviamente, en nuestro caso sería “literaturas americanas”, incluyendo, ¿por qué no?, a la literatura estadounidense, ya que es tan americana como las restantes.
A mi modo de ver, esta denominación es más acorde con la realidad presente y futura del continente, pues ni creo que la hegemonía actual de los Estados Unidos sea eterna, ni que nuestro estado de subdesarrollo colectivo sea perpetuo.
La expresión “literaturas americanas” incluye a las formas literarias propias y compartidas que hay en el continente, surgidas de lenguas, culturas y tradiciones variadas que, a la vez, tienen aspectos e intereses comunes.
Por otra parte, debemos recuperar nuestro gentilicio continental y compartirlo no sólo con los estadounidenses, sino con todos los nacidos o residentes en lo que, originalmente, recibió en Europa el nombre de “Nuevo Mundo”.
Confieso que, hasta ahora, había usado la palabra “Latinoamérica” y su equivalente “América Latina”, así como sus derivados con orgullo. Ahora, no sólo dejaré de emplearlos sino que, cuando los vea escrito u oiga, me costará bastante no sentirme embargado de vergüenza ajena.
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Este texto, corregido y actualizado para esta edición, fue presentado por mí en Francfurt, en una de las actividades realizadas en el marco de la Feria Internacional del Libro, en octubre de 2007.

viernes, 23 de octubre de 2009

Para hoy, presentó cuento de Cuatro extremos de una soga, uno de mis primeros libros. Éste, como otros de mis relatos, parece tener vida propia, ya que de vez en cuando aparece en blogs o revistas literarias, por su cuenta, sin yo saberlo. Me entero siempre, al tiempo, y me asombra que guste y lo mantengan vivo personas enamoradas.
En mi otro blog, Caravasar, presento un cuento de mi amiga y ex alumna Olga M. Cortez Barbera, titulado Maléfica. La dirección es:
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PÁRRAFOS REDACTADOS
PARA RESUMIRTE LO OCURRIDO



Era contigo que soñaba: intercambiábamos besos. Sutilmente recorrían nuestras manos nuestros cuerpos. Entrelazábamos caricias y silencios.
Desperté.
Súbitamente.
El tiempo galopaba inmóvil hacia el infinito: las tres. Pretendí retomar el sueño pero a mi izquierda percibí la proximidad de un cuerpo cuya presencia reconocí de inmediato. Me volví: mis manos confirmaron lo que había intuido. Con lentitud, prosiguieron por la erguida redondez de tus pechos. Como detallándoles, recorrieron los rasgos de tu rostro, los tensos caminos de tus muslos, la sinuosa rigidez de tu cadera.
Partícipes de un compartido ritual te despojé de una tenue bata rosada que obstaculizaba algunos de nuestros movimientos. Mi pijama fucsia quedó abrazada a ella en anticipada entrega mutua.
Luego, penetré tu cuerpo con el mío, hasta que entre ambos se interpuso el cansancio.
Quedé dormido.

*****

La persistente claridad me obligó a abrir los ojos: las ocho. Te busqué a mi alrededor. El único rastro de tu extinta presencia era la bata rosada, adormecida a un lado de mi almohada. Te llamé. Ansioso. No recibí respuesta. Me levanté.
En cada una de las dependencias de la casa busqué y rebusqué algún otro indicio de tu pasada permanencia: por todo hallazgo, el silencio.
Una serie de dudas acometió mi búsqueda. Como si así pudiese descifrarlas, me senté en la sala a mirar por la ventana. ¿Realmente estuviste aquí anoche? ¿Por qué no te sentí llegar hasta mi cama? Es más, ¿cómo entraste si sólo yo tengo llave? Otra cosa: en la tarde habíamos hablado por teléfono, separados por más de quinientos kilómetros.
Precisamente, el teléfono.
Tú.Con la agitación propia de quien refiere un portento, me relataste que a las tres de la madrugada te despertó mi respiración. Que encendiste la lámpara en tu mesa de noche. Que al confirmar que era yo, la volviste a apagar. Que sentiste mis manos recorrerte y atraerte hacia mí. Que correspondiste mis caricias. Que te dejaste quitar una bata rosada que te cubría. Que nos entregamos hasta el cansancio. Que cuando despertaste (y acababas de hacerlo), tan sólo hallaste mi pijama fucsia hecha promontorio en el piso de tu habitación. Que me buscaste por todo tu apartamento y, al no encontrarme, decidiste llamarme.

jueves, 15 de octubre de 2009

15/10/2009

Invito a los lectores a ingresar
en mi otro blog CARAVASAR.
Esta semana:
ENTREVISTA CON
JORGE LUIS BORGES
hecha en 1963 por Mario Vargas Llosa
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EL HOMBRE
MÁS SABIO DEL MUNDO



Ramsés III


Rampsinito

A la hora en que el Sol estampa sus primeros filamentos de luz sobre el horizonte, Ramsés III despertó sudoroso y agitado.
Lo habían expulsado del sueño la sensación de peligro propia de las pesadillas y la idea de que un oscuro significado acechaba en lo que acababa de soñar.
Por boca de la esclava filistea con la que había pasado la noche supo que, antes de abrir los ojos, se había revuelto en el lecho y repetidas veces había tratado de apartar algo con la mano derecha.
La mujer hablaba atropelladamente, temerosa de que él la responsabilizara del mal sueño. Por eso, al tiempo que las palabras le salían a borbotones, lo acariciaba con torpeza y desesperación.
Ramsés III –a quien llamaban Rampsinito por corrupción de su nombre Rameses p–si–Nit–, la escuchó sin poner atención en lo que decía y luego la apartó sin contemplaciones.
La asustada filistea huyó de la habitación rápidamente, mientras el faraón hacía llamar a sus principales magos y sabios.
Poco después, éstos se fueron reuniendo en torno al lecho real, ocupando posiciones según el orden en que iban llegando. Algunos aún no estaban completamente despiertos y sostenían un combate con sus párpados.
Cuando estuvieron todos, Rampsinito les narró el sueño y exigió que le explicaran su significado.
Contó que, tras hallarse en una de las salas del palacio, se encontró ricamente vestido y deambulando por el desierto.
De un momento al siguiente y por acción del viento y de una llovizna casi horizontal que éste arrastraba, la arena se había transformado en una bandada de aves. Éstas, a medida que iban surgiendo, se elevaban hacia el cielo.
Pronto, había tantas que la luz del Sol apenas penetraba por los intersticios que momentáneamente dejaban las alas.
Pero el epiléptico eclipse había cesado de improviso, cuando las aves se habían lanzado sobre él a devorarlo. O no a él como había temido al principio, sino a sus vestiduras, todas confeccionadas con hilos de oro y plata y pedrería preciosa.
Antes de que las aves hicieran contacto con su traje, Rampsinito había escapado por una rendija del sueño hacia la vigilia.
Sus asesores se apresuraron a interpretar lo soñado como una preocupación por el tesoro real que, desde hacía algún tiempo, desbordaba los espacios donde se le guardaba.
Entonces Egipto era un país próspero porque, además de librar con éxito varias guerras para la defensa del territorio, Rampsinito se había ocupado de desarrollar la agricultura.
Gracias a los planes que él y quienes lo rodeaban habían concebido, la nación de las pirámides conocía una opulencia nada común en su época.
Por ello y también por una eficiente administración, las arcas reales alcanzaron un inusitado esplendor.
De hecho, la sala concebida inicialmente para albergar los tesoros se hallaba repleta desde hacía algún tiempo y las nuevas ánforas y vasijas repletas de gemas, monedas y metales preciosos eran tantas que se habían desbordado hasta el subconsciente del faraón.
Esa misma mañana, Ramsés III decidió construir una nueva sala del tesoro, para sustituir la existente.

El Constructor

Rampsinito convocó al mismo constructor de su tumba, un viejo arquitecto de 34 años –la edad promedio de vida apenas superaba los 40, en el Egipto de la época–, padre de dos hijos, para que diseñase y edificase la sala en cuestión.
La construcción del recinto de piedra que éste forjó demoró apenas unas semanas. Se trataba de una habitación el doble de grande que la sala de tesoros original.
Su decoración, en cambio, fue más lenta y a ella se dedicaron durante varios meses los mejores artesanos de Egipto, ignorantes del uso que tendría y del que sólo estaban en cuenta el faraón, algunos de sus asesores y el constructor.
Cuando estuvo definitivamente concluida, se seleccionó un grupo de diez esclavos libios para que una noche efectuara el traslado de las cientos de ánforas y vasijas repletas de monedas, piedras y minerales preciosos que constituían el tesoro real.
Al término de la faena y poco antes de que el amanecer anunciase con un escándalo de colores que la vida seguía su curso, los diez fueron decapitados por la guardia del faraón, para que no revelasen el asombro que los tesoros habían despertado en ellos.
En los días en que emprendió la obra, el constructor entrevió en sueños una imagen que lo aterró: su cadáver yacía encarcelado en un sarcófago de segunda, en la sala funeraria que previsoramente había construido para él, pero embalsamado de mala manera, porque sus hijos no habían tenido cómo pagar una verdadera momificación.
El escaso patrimonio que les había dejado, apenas había alcanzado para que su cadáver fuera sumergido unos días en un corrosivo baño de natrón, antes de ser introducido en un sarcófago de madera nudosa, en nada parecida al cedro ni al sicómoro. Entre los egipcios nada atemorizaba tanto como no poder recuperar el cuerpo una vez vuelto a la vida, por no estar éste debidamente momificado.
La visión del constructor se trasladó al recinto que ocupaba con su familia y pudo anticipar los comentarios sarcásticos de sus hijos, en torno a lo que consideraban una estéril honradez paterna.
Durante varios días, mientras ordenaba la colocación de las piedras que formarían la nueva sala del tesoro, engendró la idea de calzar sin pegar una de ellas, de modo que en el futuro uno o dos hombres –sus hijos–, pudiesen moverla fácilmente.
El sueño resultó profético. Meses después, el constructor enfermó de gravedad. Entonces, al saberse moribundo, a merced de un mal desconocido, el constructor llamó a sus hijos y les comunicó el secreto.
Tal vez sería castigado en la otra vida por faltarle al faraón, pero una pena mayor que la de no poder recuperar su cuerpo, era muy difícil de concebir entonces.
Los dos rostros que vio iluminados, no tanto por la antorcha que resplandecía inquieta desde una pared, sino por un sentimiento que provenía de muy lejanos y vastos territorios del espíritu, le hicieron pensar que había hecho lo correcto.

Primer Ladrón

El constructor murió a la mañana siguiente.
Esa misma noche, con la idea de extraer sólo lo necesario para brindar el digno embalsamamiento y entierro que garantizase a su padre una segunda vida en Ra, mientras éste recorriese los cielos, los dos hijos decidieron ingresar en la sala del tesoro de Rampsinito.
Tras burlar al único guardia que vedaba el camino, no les resultó difícil encontrar la piedra movediza que había indicado su padre e introducirse en la cámara.
Apoyados por una vela que generaba largas y fantasmagóricas sombras sobre las paredes, los dos jóvenes recorrieron la estancia con el estupor de quien transita un sueño. Los destellos que surgían de la superficie de las numerosas ánforas que ocupaban el recinto daban la impresión de un mar picado en horas del mediodía. Sin duda, el tesoro del faraón era mucho mayor de lo que habían pensado y de lo que cualquiera podía imaginar.
Cuando el asombro cedió paso a la certeza, se apoderaron de las monedas necesarias para cumplir su propósito y nada más. Como no querían suscitar la menor sospecha de su incursión, tomaron las que sobrenadaban en las ánforas y vasijas más alejadas de la entrada.
Al salir, dejaron de nuevo la piedra en su lugar y se marcharon, burlando por segunda vez al centinela.
Coincidencialmente, Ramsés III decidió recorrer la sala del tesoro al otro día. Le gustaba sentir sobre sí la multitud de relámpagos que brotaba de sus riquezas y, cada vez que podía, se concedía ese capricho. Para él, ese ir de ánfora en ánfora y de vasija en vasija, introduciendo sus dedos, era como bañarse en un océano de energía. Cuando abandonaba el lugar, se sentía renovado, poderoso, como correspondía a un hijo de Ra.
Esa mañana, apenas entró en el aposento, advirtió el robo. Algunos recipientes en el fondo –él los conocía todos en detalle–, delataban la intromisión de personas ajenas al lugar. La superficie de su refulgente contenido mostraba una ligera mengua, imperceptible para otros ojos pero no para los suyos.
Lo más extraño de todo era que los sellos que sobre la puerta vedaban el paso a cualquiera que no fuese él, habían permanecido intactos hasta su ingreso.
Los dos ministros que lo acompañaban opinaron que el despojo tenía un origen sobrenatural, pero Rampsinito sabía que sólo los hombres estiman las riquezas terrenales tanto o más que sus propias vidas.
La misma sorpresa lo ocupó al ver cómo, en los días siguientes, sus posesiones siguieron mermando, sin que fuera posible explicar cómo ni por intervención de quién. En el suelo no había rastros de resina diferentes a los que dejaban sus antorchas. Sí se advertían huellas humanas de pies, ajenas a las suyas y a las de sus habituales acompañantes.
A la noche siguiente, el robo se repitió. Lo notó al observar no sólo las nuevas huellas en el suelo, sino también a una de las ánforas, en la cual alguien había escarbado con inocultable codicia.
Para prevenir una tercera incursión, el faraón aumentó el número de centinelas en los alrededores de la sala. Mas, esto tampoco surtió efecto y el recinto fue violado otras tres veces en igual número de noches consecutivas.
Tras observar el lugar, Rampsinito dedujo que quien se introducía allí lo hacía por una entrada desconocida por él y por sus asesores económicos. Esta entrada debía hallarse en el suelo o en alguna de las paredes, pero no en el techo, ya que éste era vigilado constantemente desde una torre contigua. Comprendió, además, que las últimas invasiones se habían realizado en tinieblas, pues cualquier luz, por mínima que fuese, hubiese sido delatora.
Si ello era así, el ladrón o ladrones ingresaban al recinto a oscuras. Un muy tenue olor a sebo demostraba que, al entrar, alguien encendía una vela que, obviamente, apagaba al salir.
El faraón advirtió que, aún con la iluminación que proporcionaban las antorchas sostenidas por sus esclavos de confianza, a los pies de los recipientes –sobre todo, en los de los más apartados–, abundaban las sombras.
Ramsés III tuvo entonces una idea: hizo colocar varios lazos alrededor de las tinajas, para capturar al ladrón o ladrones. Razonó que una trampa a base de nudos permitiría capturar al criminal o, al menos, retenerlo hasta el arribo del alba, cuando la fuga resultase imposible.
Ese día, poco antes de la medianoche, los hermanos penetraron de nuevo al recinto sin intuir la celada.
La incursión parecía tan sencilla como las precedentes, pero cuando sólo habían dado unos pasos, uno de los hermanos fue atrapado por un lazo.
Durante un rato, el capturado y su hermano forcejearon con los nudos, sin lograr otra cosa que apretarlos más.
Al fin, cuando la luz de la vela estaba por extinguirse, el primero comprendió que no tenía escapatoria y pidió al otro que le cortase la cabeza para evitar ser reconocido y para que, siquiera uno de los dos se salvase y pudiese disfrutar del repetido botín.
Tras llenar uno de los dos recipientes de tela que habían llevado y superar los impulsos en contra, el segundo ladrón degolló a su hermano, asió la cabeza por los cabellos aún erizados por el horror, y salió a la madrugada, no sin antes devolver la piedra a su lugar.
Intuía que esta incursión había sido la última y que, en adelante, jamás podría efectuar otra.
Mientras huía, no dejaba de mirar a uno y otro lado, pues comprendía cuan comprometedor resultaba portar la cabeza que no tardaría en identificarse con el degollado en la sala del tesoro faraónico.
Para su fortuna, nadie transitaba por los alrededores y pudo alcanzar su casa sin más contratiempos.

Segundo Ladrón

Al entrar en la sala y descubrir el cuerpo, antes que sorprendido Rampsinito se sintió burlado.
Alguien provisto de recursos insospechados lo eludía como sólo se sabe que pueden hacerlo las sombras o los espectros.
Pero, sin duda, no era ni uno ni otro y la prueba estaba allí, en el suelo.
Tras revisar la enorme habitación, el faraón ordenó colgar al decapitado en la fachada del palacio e instruyó a los centinelas para que capturasen a quien, frente al muerto, mostrase compasión o llanto.
Ello molestó sobremanera a la madre de los ladrones, porque consideraba que al degollado debía ofrecérsele la consabida disecación y sepultura. Indignada, instó al hijo que le quedaba a que recuperase el cuerpo de su hermano. Si no lo hacía, amenazó, ella iría personalmente a denunciarlo ante el faraón.
Como no tenía otra salida, el segundo ladrón dedicó las siguientes horas a trazar un plan que le permitiese rescatar el cadáver y, a la vez, evadir cualquier castigo posterior.
Esa misma tarde aparejó unos burros, los cargó con varios odres de vino y se trasladó al palacio.
Cuando estuvo cerca de los centinelas, soltó las ataduras de tres de los odres, al tiempo que fingía lamentarse por el accidente.
A sus voces, acudieron los guardias, con sus vasijas en ristre, dispuestos no a ayudar al arriero en desgracia, sino a no desperdiciar el vino que se derramaba.
En un primer momento, el segundo ladrón simuló estar furioso y colmó de improperios a los centinelas, pero como éstos procuraron calmarlo y lo ayudaron a contener la fuga del líquido, poco a poco se fue apaciguando, hasta que accedió a sacar a los burros del camino y ajustar la carga.
Uno de los guardias le hizo reír con sus chanzas, mientras le auxiliaban y, en retribución, le obsequió un odre.
Sin pensarlo mucho, los guardias se tendieron en el lugar a disfrutar del inesperado regalo y le pidieron a su benefactor que se quedara y compartiera el vino con ellos.
Él no se hizo rogar y, como le festejaban con evidente espontaneidad, al vaciar el primer odre les proporcionó un segundo, que los hombres consumieron hasta emborracharse.
Apenas se durmieron, el ladrón descolgó el cuerpo de su hermano, lo montó sobre uno de los burros y se alejó varios metros en dirección contraria.
Sin embargo, no resistió el deseo de humillar a los guardias y retornó para afeitarles meticulosamente la mejilla derecha.
Al enterarse Ramsés III de que habían rescatado el cuerpo sin cabeza y se habían burlado de su guardia, se sintió muy mal. El asunto había llegado más lejos de lo que esperaba y había dejado de ser un caso de robo reiterado para convertirse en una guerra de ingenios, en la que hasta ahora le había tocado llevar la peor parte.
Estaba consciente de que su próximo paso para encontrar al culpable, no sólo de las sustracciones sino de esta última audaz fechoría, debía ser definitivo.
Como en las horas siguientes no se le ocurrió nada mejor, tomó una decisión que en nuestros días resulta inaudita.
Recluyó a una de sus hijas en una estancia y le hizo una exigencia más insólita aún: allí debía entregarse a cualquier hombre que la requiriese sexualmente pero, antes de hacerlo, debía exigir a éste que le contase cuál era la acción más sutil y cuál la más criminal que hubiese realizado hasta entonces.
De este modo, si se presentaba el ladrón de los tesoros y del cadáver y contaba sus hazañas, ella debía aferrarse a él y dar voces para prenderlo.
En los alrededores y simulando ser ciudadanos comunes, permanecerían algunos miembros de la guardia.
No se sabe cómo el ladrón se enteró de esta treta, pero sí que al conocerla organizó una aún más aguda y con un toque macabro.
Para cumplirla, cortó el brazo –desde el hombro–, a un campesino que había muerto ese mismo día y con él en su poder llegó hasta la hija de Rampsinito.
En la oscuridad del aposento al que fue conducido, el segundo ladrón no objetó el requisito que la joven le imponía para yacer con ella. Refirió como su acción más criminal la de robar las riquezas del faraón y cortar la cabeza de su hermano y como la más sutil, la de emborrachar a los guardias para robar el cadáver decapitado.
Al escuchar esto, la princesa lo asió tan fuerte como pudo y profirió varios gritos.
Cuando acudieron en su auxilio y a la luz de numerosas antorchas, la descubrieron aferrada a un brazo humano y sin que –como en el caso de las lagartijas–, quedara en el lugar rastro alguno de su poseedor.
Cuando supo de esta nueva proeza, el faraón se admiró sobremanera de la astucia de su oponente y entendió que, en lugar de perseguirlo, debía atraerlo a su lado.
Sin pérdida de tiempo, envió un bando a todas las ciudades egipcias, ofreciendo al ladrón grandes dádivas e impunidad si se presentaba ante él.
Como todavía la palabra de los gobernantes era de fiar, el ladrón se acogió al indulto.
Ramsés III no sólo respetó su vida sino que, como en un cuento de hadas, le entregó por esposa a su hija y lo colmó de riquezas, festejándole de paso como el hombre más sabio del mundo pues, si como se pensaba en ese tiempo los egipcios eran superiores a todos los hombres, él había demostrado que era superior a todos los egipcios.
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Este cuento forma parte de mi libro Acto de amor de cara al público, que puede obtenerse gratuitamente en la siguiente dirección electrónica:
http://es.geocities.com/editorialremolinos/index_i2.htm

sábado, 10 de octubre de 2009

LOS DINOSAURIOS DE MONTERROSO
Mil y una lecturas de un minicuento






Aunque no me inclino a la elaboración de textos literarios críticos, de vez en cuando me gusta, como lector, intentar algún juego de ficción a partir de una obra conocida.
Recuerdo haber imaginado –sólo imaginado-, entre otros, una versión de Moby Dick, desde el particular punto de vista de la ballena; un evangelio de Judas, en La Biblia que, asombrosamente, después ha aparecido en la realidad; el relato de las aventuras del caballero Sancho Panza, quien narra su vida, después de sus andanzas con Don Quijote; también una novela en la que Penélope abandona su interminable tejido y sale en busca de Odiseo, por diversas islas del Mediterráneo.
Otro de los textos que me han llamado la atención para realizar un juego de este tipo, ha sido el minicuento “El Dinosaurio”, de Augusto Monterroso, el cual, como se recordará, sólo consta de siete palabras:

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Este minicuento -por cierto el más difundido del mundo y, como señala Violeta Rojo en su Breve manual para reconocer minicuentos, el “iniciador del boom de este tipo de cuentos”(1)-, se presta perfectamente para la realización de ejercicios de imaginación, algunos de los cuales han alcanzado estatura literaria y han aparecido en libros y antologías mexicanos(2).
Cabe aquí la pregunta, ¿qué hace que el texto de Monterroso se preste para la realización de estos ejercicios de imaginación?
La respuesta la encontramos en el ya mencionado libro de Violeta Rojo. Ocurre que, como señala esta autora y otros críticos dedicados al estudio del minicuento -como Boris Tomachevski y Juan Armando Epple-, “El dinosaurio” “carece de fábula”(3).
¿En qué consiste este “carecer de fábula”?
Refiriéndose precisamente a “El dinosaurio”, Rojo señala: “No sólo es demasiado breve sino que aparentemente no está ‘contando’ ninguna historia, sino solamente registrando un hecho, una situación”.
Monterroso estaba consciente de esto pues, al parecer, sus lectores se lo señalaban con frecuencia.
En una entrevista que le hiciera el escritor Rafael Humberto Moreno-Durán en 1982, Monterroso indicó que siempre se le pedía explicar lo que quiso decir en dos de sus textos: “El dinosaurio” y “El salto cualitativo”.
A continuación agregó: “…me he propuesto no hacerlo. De esta manera, los estudiantes pueden soltar su imaginación cuando se los dejan de tarea, y sus profesores decirles: ‘Está bien’”(4).
Esta “ausencia de fábula” me ha llevado a preguntarme qué elementos del texto son los que están ausentes de él y descubrir que, básicamente, son dos los que se echan de menos:
1 ¿Quién despierta y ve que el dinosaurio aún persiste en su campo visual?
2 ¿En qué circunstancia se produce este segundo encuentro?
El ejercicio o juego de ficción que realizaremos procurará ofrecer algunas respuestas que, observo, son muy personales y, en modo alguno, tienen que ver con lo pensado por Monterroso al momento de concebir su texto.
La tarea ficcional que acometeré a continuación la he divido en dos partes: la primera, ateniéndome al conocimiento científico de nuestros días. La segunda, abandonándome en brazos de la ficción.

Entre dinosaurios

La primera idea que nos viene a la mente es que quien despierta en el cuento es un ser humano, un hombre de nuestro tiempo. Sin embargo, al pensarlo mejor, nuestra imaginación nos ubica no frente a un hombre actual, sino ante un primitivo neandertal, un australopiteco o cualquiera de las varias especies de homínidos que antecedieron al homo sapiens.
Científicamente, esta imagen es errónea dado que, entre el último dinosaurio y el primer homínido antecesor nuestro hubo un lapso inimaginable de casi 65 millones de años.
Para hacernos una idea del tamaño que tienen 65 millones de años, recordemos que en un siglo se suceden cuatro generaciones humanas –una cada 25 años-. Pues bien, en 65 millones de años tienen cabida nada menos que 2.600.000 generaciones.
Cierto es que la literatura de ficción del tipo El mundo perdido de Arthur Conan Doyle, nos ha hecho pensar, anticientíficamente, que los humanos y los dinosaurios pueden ser contemporáneos pero, en la realidad, tal circunstancia no es ni ha sido posible.
Así las cosas, se mantiene en pie la pregunta: ¿quién despertó en el cuento de Monterroso?
Son muchas las hipótesis que se nos ocurren: la más obvia es pensar que fue otro dinosaurio, en cuyo caso tendríamos tres posibilidades.
En la primera, el dinosaurio que despierta es un saurópodo, esto es un gigantesco herbívoro como el diplodocus o el apatosaurus, animales de más de 25 metros de longitud y diez de alto, que contaban con larguísimos cuellos que les permitían alcanzar las ramas más altas de los árboles de su tiempo.
A la llegada de la noche y tras un combate con un terópodo –esto es, un dinosaurio carnívoro como el albertosaurio o el tiranosaurio-, el saurópodo se ocultó en una caverna, para descansar y esperar que restañaran sus heridas. Después de un sueño inquieto, el saurópodo abre los ojos y descubre que está próximo a ingresar a una pesadilla peor que las que acaba de superar, pues el cazador aún lo aguarda, hambriento.
Una segunda posibilidad es que quien despierte sea el depredador que, cansado de seguir al integrante más débil de una manada de colosales herbívoros, se durmió y, al despertar, lo tiene aún cerca pero inalcanzable, pues lo resguardan los fuertes del grupo.
Una tercera idea me llevó a imaginar que quien despierta es una dinosauria y que, luego de un sueño obligado por la oscuridad, abre los ojos, y la primera imagen que percibe es la de su insistente cortejador.
Aparte de pensar en que quien despierta puede ser otro dinosaurio, también podría ser que se tratase de un individuo de otra especie de reptiles.
Alguien podría plantearse, por qué el que despierta debe ser un reptil y no un mamífero y la respuesta es la siguiente: en los tiempos en que existían los dinosaurios, los mamíferos de mayor tamaño no eran más grandes que un perro chihuahua y sólo los dinosaurios muy pequeños se interesaban en ellos como presas.
Claro está que esta posibilidad tampoco debe desestimarse, pues hubo dinosaurios pequeños como el compsognathus, que apenas medía 80 centímetros, una altura equivalente a la de un gallo. En este caso, los protagonistas del texto de Monterroso tendrían estaturas acordes con su extensión.
Pero nos gusta más la idea de que quien despierta sea un reptil de otra de las múltiples especies que existían y no eran dinosaurios, entre ellas nuestros conocidos caimanes y cocodrilos, sobrevivientes aún de tan lejanas épocas.
Un joven cocodrilo que vive en un caño del supercontinente llamado Pangea, alarmado ante el enorme y nunca visto volumen de un apatosaurio –nombre científico del muy conocido brontosaurio-, se inquieta. Pero, pasada la primera impresión, se duerme ante la ausencia de hostilidad. Más tarde, cuando despierta, el apatosaurio aún está en el mismo lugar, abrevando o comiendo las hojas de un árbol cercano.
Hasta aquí las ideas amparadas por el conocimiento científico de nuestro tiempo y, dado que el texto de Monterroso es de índole ficcional, asumimos otras hipótesis de similar carácter.

Más dinosaurios

La primera de ellas está influida por la ciencia-ficción. Después de todo, si nos ceñimos a la ficción, no puede descartarse que quien despierte sea un ser humano. Éste, aún a bordo o en las inmediaciones de una máquina del tiempo y tras pasar su primera noche anacrónica, contempla con asombro a un descomunal herbívoro de 28 metros de largo y doce de alto.
En otra situación, tras escapar de un carcharodontosaurus –un depredador dos veces más alto que un tiranosaurio-, el mismo viajero temporal se oculta en su vehículo. Allí concilia un sueño y, al despertar, descubre que su pretendido verdugo lo acecha, paciente.
Y, como no pretendo convertirme en discriminador a estas alturas de mi vida, también puedo imaginar que quien ha viajado, voluntaria o involuntariamente a la era de los lagartos terribles, es una científica que acaba de inventar la forma de viajar en el tiempo.

Tanto él como ella se encuentran en ese tiempo remoto del que no saben cómo regresar, debido a un accidente o a mera impericia.
Una vez agotadas por mi parte las opciones protagonizadas por verdaderos dinosaurios, he pensado en otras.
Un joven recién ingresado a un trabajo considera que su jefe es un retrógrado. Después del almuerzo de su primer día en la oficina, el desacostumbrado despertar temprano, más el silencio promovido por el aire acondicionado y la sensación placentera de haber comido le inducen a soñar que su jefe es un dinosaurio terópodo. De hecho, oye hablar al colosal saurio y, repentinamente, comprende que la voz llega de la realidad, que no es parte del sueño. Al abrir los ojos, tiene ante sí, al dinosaurio.
En el afiche de promoción de la película Lost in Tokio, de Sophia Coppola, aparece un pequeño dinosaurio que me proporcionó otra idea: un hombre despierta en un hotel y, frente a él, titila un enorme aviso de neón que muestra al dinosaurio que había observado antes de ingresar al sueño. O se ha dormido, cansado, mientras cerca de su ventana un dinosaurio inflado con helio flota como una pesadilla de hule. Al despertar, el antiestético globo aún ocupa su área de visión.
Otra hipótesis supone que un hombre –o una mujer-, ve derrumbarse su casa por efecto de un huracán o un tornado y, al recobrar el conocimiento, descubre que un bar o un restaurante llamado El Dinosaurio es lo único que se mantiene en pie en el vecindario.
También puede tratarse de un joven a quien han raptado y, para hacerlo, lo han sedado. La última imagen que recuerda es la de su captor, un delincuente apodado El Dinosaurio. Al volver en sí, el hombre está frente a él, como un sueño recurrente.
Al leer la novela Los nombres del aire, del escritor mexicano Alberto Ruy Sánchez, me topé con una imagen que me sugirió otra idea relacionada con dinosaurios.
Había pensado que un dinosaurio bebé que hubiera observado por primera vez su reflejo en un estanque, tras un sueño rápido, se asombraba al descubrir que un ser semejante a él habitaba bajo las aguas. Pero en el libro de Sánchez aparece esta hermosa descripción: “Una de las habitaciones tenía un espejo de agua que era especialmente admirado, porque no estaba en el suelo sino en una pared, en la que arquitectos aprendices de mago habían logrado que una inmensa cortina de agua cayera del techo al piso tan lentamente, casi deteniéndose, que era posible ver el propio reflejo con más nitidez que sobre un estanque”(5).
Simplemente, un dinosaurio que se durmió contemplando su reflejo en ese espejo vertical despierta y advierte que el reflejo de él mismo sigue allí.
Otra hipótesis la sugieren los lugares de comida rápida que venden muñecos y juguetes con los alimentos: en uno venden dinosaurios a escala. Un niño se duerme viendo a su reciente adquisición y, al despertar, ve con satisfacción que su preciada propiedad aún permanece a su lado.
Como las anteriores ideas, podríamos proponer decenas y hasta cientos de otras opciones, pero nos haríamos más pesados que hasta ahora. Por eso concluiremos con estas dos últimas.
Una persona se duerme viendo un documental sobre dinosaurios, en los que mediante notables técnicas de animación se reproducen imágenes virtuales de estos seres. La última imagen en la conciencia del durmiente es un dinosaurio en particular, pongamos un estegosaurio. Al despertar, minutos después, el estegosaurio sigue en escena.
Alguien sueña que está soñando ver un dinosaurio. Al despertar del segundo plano onírico, descubre que el dinosaurio no ha desaparecido y que ahora se encuentra en el primer sueño.
El propósito de este ejercicio de imaginación ha sido doble: por un lado, rendir homenaje a un texto básico de la literatura latinoamericana y a su autor y, por otro, mostrar que la obra literaria, en las manos –o, mejor dicho, en la mente del lector-, no sólo se completa, sino que también puede y debe complementarse.

NOTAS:

1 Violeta Rojo. Breve manual para reconocer minicuentos. Fundarte y Editorial Equinoccio. Caracas, 1996, pág. 15.
2 Sólo tres ejemplos: Edmundo Valadés. El libro de la imaginación, Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2001, pág. 12; Lauro Zavala (compilador). Relatos vertiginosos, Alfaguara, Ciudad de México, 2000, págs. 153-156; y Lauro Zavala (compilador). Minificción mexicana, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, 2003, págs. 271-271.
3 Boris Tomachevski y Juan Armando Epple citados por Violeta Rojo, ob. cit., págs. 35-37.
4 Rafael Humberto Moreno-Durán. “La insondable tontería humana” (Entrevista a Augusto Monterroso). En: Augusto Monterroso. Viaje al centro de la fábula. Alfaguara, Ciudad de México, 2000. Págs. 143-158.
5 Alberto Ruy Sánchez. Los nombres del aire, Alfaguara, Ciudad de México, 2002, pág. 54.